Thanks to Heather Webster King, author of Extraordinary-Ordinary, for the opportunity to link to Just Write – Tuesdays, an exercise on freewritiing. I am fortunate to be able to share my writing with you today.
I hear Saul playing the French horn in his room. He is probably sitting at the edge of his bed, tapping softly with his right foot, keeping tempo. I am sitting in my studio, in front of a painting by Francisco Itriago, a Venezuelan artist. It is a garden in tropical colors, strong powerful strokes, and the illusion that through that painting I can visit my country of birth and its landscape. But I am not going there today. I’m here in my present life, grounded by the tangy flavor of candied ginger I used as a snack after gym today.
Sizzling from the stovetop diverts my attention from the music to the sounds of the kitchen. Jussef is cooking dinner on this hot Sunday evening. The sizzling brings with it the sweet aroma of fresh oregano, from my garden to the grill. I don’t wonder anymore what he is cooking, or if he is doing a good job or not. How long has it taken us to get here? I enjoy this unspoken agreement, that on Sunday afternoons, after a week of attending to everyone’s needs, I am ready for somebody to take over and replace me in the kitchen, or to serenade me with Mozart Horn Concerto No 1, and that I, in turn, will let everybody be and not try to control what they do or don’t.
This has to be the room she spoke about, not a sound proof physical space with a “no disturb” sign at the door. It is this moment of respect for my space and time, where the sounds that reach me do not demand my attention, but encourage me to create. This is the room I need, their understanding that I am a human being with basic needs, and my understanding that to hold onto the things you love you must let go.
Escucho a Saúl tocar el corno francés en su habitación. Probablemente está sentado en la orilla de su cama, llevando el ritmo con su pie derecho. Mientras, estoy sentada en mi estudio, frente a un cuadro de Francisco Itriago, un artista venezolano. Se trata de un jardín tropical, de trazos fuertes, y la ilusión que a través de la pintura puedo visitar mi país de origen y su paisaje. Pero no voy para allá hoy. Estoy aquí en mi vida presente, arraigada por el sabor picante del jengibre confitado que hoy uso como bocadillo después del gimnasio.
El aceite hirviendo en la sartén desvía mi atención de la música hacia los sonidos de la cocina. Jussef cocina en este cálido domingo por la tarde. El chisporroteo del aceite me trae el aroma dulce del orégano fresco, del jardín a la cocina. Ya no me pregunto qué estará cocinando, o si lo hace bien o mal. ¿Cuánto nos llevó llegar a este punto? Disfruto este acuerdo tácito, que los domingos en la tarde, después de una semana de atender a las necesidades de todos, estoy lista para que alguien más tome las riendas y me reemplace en la cocina, o que me dé una serenata con el Concierto No. 1 de Mozart para corno, y que yo dejaré a todos tranquilos sin tratar de controlar lo que hacen o dejan de hacer.
Este tiene que ser la habitación de la que ella habló, no un espacio físico a prueba de sonido con un cartel de “no molestar” en la puerta. Se trata de este momento de respeto por mi espacio y mi tiempo, donde los sonidos que me llegan no exigen mi atención, sino que me invitan a crear. Este es el espacio que necesito, su entendimiento que soy un ser humano con necesidades básicas, y mi entendimiento que para quedarte con aquello que amas, debes dejarlo ir.