(English version below)
El jueves de esta semana, me reuní con Helen (no es su nombre real) para preparar nuestra presentación del programa En Voz Propia a un grupo de proveedores de salud mental. Sentadas en la cafetería donde practicamos nuestro discurso, ella miraba atentamente el reloj y escribía notas en tarjetas de colores. Cuando la escuché hablar, su capacidad de adaptación y de enfrentar la adversidad me impresionaron tanto que me sentí obligada a contar su historia. El caso de Helen es un ejemplo de las terribles circunstancias que viven multitud de estadounidenses aquejados tanto por extrema pobreza como por enfermedades mentales.
Sin un seguro médico, Helen no puede ver a un profesional de salud mental regularmente. Dos veces al mes, y sólo por diez minutos, ella visita a su médico general, quien le prescribe sus medicinas, pero no le ofrece mayor ayuda en términos de psicoterapia. Ella toma una cantidad increíble de medicamentos, y debe pagar algunos de su propio bolsillo. Ocasionalmente, cuando una crisis parece inminente, un profesional de salud mental le ofrece psicoterapia de gratis. Aparte de eso, ella no disfruta ningún otro cuidado médico básico.
El resultado es una historia de hospitalizaciones y ausencias laborales, lo que hace cada vez más difícil que Helen mantenga un trabajo. Durante los últimos dos años, ella se consume en el proceso de reconocimiento de su discapacidad y se encuentra a un paso de quedar en la calle. Lo peor es que para cubrir sus necesidades más elementales, Helen se presta para estudios médicos, que si bien le dejan unos cuantos cientos de dólares, también la llenan de dudas y temores. Cuando se le anima a que se inscriba en el nuevo programa de salud ordenado por el gobierno, ella dice que no tiene dinero ni para pagar la mensualidad, aunque ésta sea poco.
A pesar de todas sus dificultades, Helen es una mujer llena de vida, que disfruta de placeres simples –pasear sus perros es la única distracción a sus preocupaciones – y se mantiene optimista ante el futuro. Sus habilidades de organización brillan cuando ella prepara nuestra presentación. Se le ve radiante y orgullosa cuando habla sobre las habilidades para enfrentar la adversidad que ha desarrollado por sí sola sin la cuidados médicos adecuados. Su capacidad de adaptación y fuerza de voluntad inspiran respeto y admiración, pero ella camina un sendero peligroso, una línea muy fina con la indigencia de un lado y una enfermedad mental del otro.
On Thursday this week, I met Helen (not her real name) to prepare for our In Our Own Voice presentation to a group of mental health providers. Sitting in the cafeteria where we practice our presentation, she carefully watched over the clock and wrote notes in color-coded cards. When I listened to her speak, I was so impressed by her remarkable resilience and coping skills that I felt compelled to tell her story. Helen’s case is an example of the dire circumstances for the legions of uninsured Americans who suffer both from extreme poverty and mental illness.
Without a medical insurance to rely on, Helen cannot see a mental health professional on a regular basis. Twice a month, for ten minutes at the times, she visits a family doctor, who prescribes her medication, but does not offer any help in terms of psychotherapy. She takes an incredibly large amount of medication, and must pay out of pocket for some of it. Occasionally, whenever a crisis seems imminent, a mental health professional offers psychotherapy at no charge. She does not enjoy any other form of basic medical care.
The result is a history of hospitalizations and leaves of absences, which makes it increasingly difficult for Helen to hold a job. During the last two years, she has been consumed in the disability application process and has been one step away from homelessness. Worst yet, in order to pay for her bare necessities, Helen submits herself to medical studies that provide a few hundred dollars at the time, but leave her full of doubts and even fear. When encouraged to register for the new government mandated health program, she says that she doesn’t even have money to pay for the monthly fee, low as it may be.
Despite all her difficulties, Helen is a lively woman, who enjoys simple pleasures –walking her dogs is the only respite from all her worries- and is optimistic about the future. Her organizational skills shine when we prepare our speech. She is radiant and proud when speaking about the coping skills she has developed mostly on her own without adequate medical care. Her resilience and will power inspire respect and admiration, but she walks on a perilous, thin line with homelessness and metal illness always lurking on the sides.