Canyon Meadows starts with a steep climb at high noon. The trail is dry for the most part except for a patch of mud. A small group of women and children waddle through the muds with uncertain steps. Scared children, hesitant women coming in the opposite direction step carefully with their shoes deep in the brown mess.
“What’s the worst thing that could happen?” I ask as I approach the group. “You’ll fall and get dirty, but you won’t break anything. There is no danger. It’s just mud.”
“Thanks, that’s a good way to see it,” one of the women says pulling the hand of a young girl.
“But we don’t want to get dirty,” says one of the girl.
“Well, if you do, enjoy rolling in the mud.” I answer.
“I like that,” the other woman says.
I wave good-bye at the women and children, continuing uphill for about another mile and half to the East Ridge Trail, a fire route boarding Redwoods and Pacific Willows, feeling my heartbeat accelerate, sipping water from my bottle and wiping sweat off my forehead. At the top of the hill, a bench claims my aching body.
I abandoned myself to the hard wood seat, letting my spine relaxed on the back of the bench, while my eyes drink from the magnificent view in front of me. I pay attention to my heartbeat, to the aches and grunts of my aging body, the heat that I exhale. “This feels good,” I think. I wish I could name the mountains in the distance, but I don’t know the area, and have little to no sense of orientation to decide whether I am facing north or what. “Who cares what the name is, just enjoy the view,” I tell myself.
The fragrant shrubs in front of me catch my attention first. Their small leaves appear clearly green under the high noon sun. In the distance, the mountains turns darker; then almost greyish blue. In sharp contrast with the bright blue sky, the round shape of the mountaintops almost disappears behind the haze.
Like my life
I can’t see the future clearly, what’s far ahead is blurred behind a distant haze. I can only focus on what’s in front of me, the next step on the trail, one foot behind the other.
After my heart has come to a relaxed pace, I take out my notebook and jot down a few scribbles. Just as I finish, a scandal of female voices rises behind me. They sound cheerful, all talking at the same time, incomprehensible conversations of those engaged in having a good time. I stand up from the bench and approach the group.
“Hi, guys. Are you all part of a group or you just met on the trail?” I ask without any preamble.
“We just text each other and agree to come on some Saturdays,” one of them answers.
“I’m new in the East Bay and I am looking for people to hike with.”
“Where did you come from?”
“I just moved from LA.”
“I hear a beautiful accent,” someone says, “Where are you from?”
“I am from Venezuela.”
“Oh, algunas de nosotras hablamos español,” another one says.
“and French.”
“Je parle un petit peu Francais aussi,” I say.
I shake hands with the French-speaking woman and say my name aloud to the group. Some answer with their names.
“Give me your phone and email. I’ll call you when we are meeting next.”
“Thank you, that’s wonderful.”
“Are you coming or going?”
“I just started,” I say.
“Well, we’re on our way back. Nice to meet you.”
As I continue on the mostly flat fire route on the top of the hill, I find other connecting trails but decide to stay on the East Ridge Trail, not to wonder off my original plan, or be tempted by unexpected turns on the road. Stay focus and be prepared.
I have a pocketknife. My phone is charged. Carry enough snacks to sustain me through the day: fruits and nuts. Water to last a few hours. I’ve put on sun block and I’m wearing a hat. I am ready. I’m prepared for this hike.
Comienzo a subir por Canyon Meadows a mediodía. El camino está seco por la mayor parte, ecepto por un parche de pantano. Un grupo de mujeres y niños dan pasos inciertos a traves del pantanal. Niños asustados, mujeres dubitativas en dirección contraria a la mía caminan cautelosamente con sus zapatos empatucados del desastre marrón.
“¿Qué es lo peor que puede pasar?” Les pregunto cuando me aproximo al grupo. “Se caen y se ensucian, pero no se van a romper nada. No hay peligro. Es sólo pantano.”
“Gracias. Es una buena manera de verlo,” dice una de las mujeres mientras hala la mano de una niña pequeña.
“Pero no nos queremos ensuciar,” dice la niña.
“Bueno, pero si lo haces, disfruta revolcarte en el pantano,” le respondo.
“Me gusta eso,” dice la otra mujer.
Le digo adiós al grupo, y continuo cerro arriba por aproximadamente una milla hasta el cortafuego que bordea Redwoods y Pacific Willows. Siento mi corazón acelerarse; tomo agua de mi cantimplora y me seco el sudor de la frente. En la sima del cerro, un banco reclama mi cuerpo adolorido.
Me entrego al madera dura del asiento, permitiendo que mi columna se relaje en el espaldar del banco, mientras mis ojos beben de la vista magnifica delante de mi. Presto atención a los latidos del corazón, a los dolores y gruñidos de mi cuerpo envejecido, al calor que emano. “Me siento bien,” pienso. Me gustaría saber el nombre del las montañas en la distancia, pero no conozco bien el área, y casi no tengo sentido de orientación para decidir si estoy mirando al norte o a dónde. “Qué importa cómo se llaman las montañas, disfruta la vista,” me digo a mi misma.
Me llaman la atención los arbustos aromáticos en frente de mi, probablemente salvia. Sus hojas pequeñas se ven verdecitas bajo el sol de mediodía. En la distancia, las montañas se vuelven oscuras; luego casi un gris azulado. En un acentuado contraste con el cielo azul claro, la forma redonda de las montañas casi desaparece detrás de la bruma.
Como mi vida.
No puedo ver claramente el futuro, lo que está en frente luce borroso detrás de la bruma en la distancia. Solo puedo concentrarme en lo que tengo por delante, el próximo paso en el camino, un pie detrás del otro.
Después que mi corazón recobra un ritmo relajado, saco mi cuaderno y anoto unos pocos garabatos. Cuando estoy terminando, un escándalo de voces femeninas se levanta detrás de mi. Suenan alegres, todas hablando a la vez, conversaciones incomprensibles de aquellas enfrascadas en pasarla bien. Me levanto del banco y me acerco al grupo.
“Hola chicas. ¿Ustedes son parte de un grupo o se acaban de conocer en el camino?” Les pregunto sin ningún preámbulo.
“Nosotras nos enviamos mensajes de texto y nos ponemos de acuerdo algunos sábados,” responde una del grupo.
“Me acabo de mudar al East Bay y estoy buscando gente con quien subir a caminar.”
“De dónde vienes?
“Me acabo de mudar desde Los Ángeles.”
“Escucho un acento bonito,” dice alguien, “De dónde eres?”
“Soy de Venezuela.”
“Oh, algunas de nosotras hablamos español,” dice otra.
“Y francés.”
“Je parle un petit peu Francais aussi,” les digo.
Le doy la mano a la mujer que habla francés, y le digo mi nombre en voz fuerte al resto del grupo. Algunas responden con su nombre.
“Dame tu teléfono y tu email. Te llamaré cuando nos volvamos a poner de acuerdo.”
“Gracias. Eso es maravilloso.”
“Vas o vienes?”
“Acabo de comenzar,” les digo
“Bueno, nosotras vamos de vuelta. Encantadas de conocerte.”
Mientras continúo por el cortafuego plano arriba en el cerro, encuentro otras bifurcaciones en el sendero, pero decido quedarme en el East Ridge Trail, sin salirme de mi plan original, o dejarme tentar por vueltas inesperadas en el camino.
Concentrada y preparada.
Conmigo llevo un navaja de bolsillo, mi teléfono recargado. Tengo comida suficiente para un día, frutas y nueces. Agua para unas cuantas horas. Me he puesto bloqueador solar y un sombrero. Estoy lista. Estoy preparada para esta subida.